"Y" y "si" son dos palabras que parecen insignificantes.

Las usamos decenas de veces a lo largo del día sin prestarles ninguna atención. Pero si las ponemos una al lado de la otra, y las cobijamos entre signos de interrogación, pueden llegar a ser muy poderosas. Pueden hacer temblar cimientos que has levantado con tus propias manos, piedra a piedra. Pueden cerrar puertas y abrir ventanas por las que entre el sol. Un día, esas tres letras con interrogantes luminosos aparecieron para desordenarme la vida.

Las decisiones importantes que han definido mi vida se han basado en corazonadas. En impulsos que me han recorrido el cuerpo y han puesto uno de mis pies al principio del camino. En esa casilla de salida que da tanto vértigo. Así fue como, hace unos años, mis pasos me llevaron a Madrid. A mí, que vivía en una pequeña ciudad del norte extremeño y solo conocía la capital por imágenes televisadas. Me fui. Lo dejé todo, sin intención de volver, y me mudé a una ciudad que me pareció la boca abierta de un dragón a punto de engullirme. Le di tal puntapié a mi zona de confort que no volví a saber de ella en mucho tiempo.

El propósito de mi aventura fue cumplir un sueño, aunque suene manido y peliculero. Yo quería salvar el arte. Quería rescatar libros y las historias que contenían del abrazo dañino del paso del tiempo. Hacerlos inmortales. Por eso, estudié conservación y restauración de bienes culturales y me especialicé en documento gráfico. Fue entonces cuando descubrí el mundo de la encuadernación artesanal. La magia de convertir papel, cartón y tela en un cofre del tesoro que, en lugar de oro, contenía historias.

Así fue como una diminuta semilla se plantó en mi cabeza. En esa parte del cerebro donde ponemos los sueños que nos parecen tan peregrinos que no esperamos cumplirlos jamás.

Mientras, el pulso acelerado de la ciudad me había calado hasta las venas. Mi vida se convirtió en una carrera continua. Para no perder el metro, para llegar a tiempo a clase, para estar pronto en el piso y arañar unos minutos al día para respirar. La prisa de que pasara la semana, que llegara el viernes, y hacer un sprint final para coger el tren que me llevara de vuelta a casa. A una casa que cada vez echaba más de menos. En una tierra que cada vez me parecía más mía pero también más lejana.

Y entre carreras, idas y venidas que me dejaban sin aliento, un pequeño tallo verde empezó a brotar de la semilla.

“¿Y si…?” Esas tres letras empezaron a deslumbrarme incluso con los ojos cerrados. “¿Y si el sueño que intento cumplir ya no me sirve? ¿Y si la vida que he estado construyendo no es la que va a hacerme feliz? ¿Y si esta no es la historia que quiero contar sobre mí?”

Durante un tiempo, puse una manta sobre ese cartel luminoso y seguí dejándome arrastrar por la marea. Yo ya había decidido mi futuro, tenía un propósito e iba a cumplirlo. Aun así, la respuesta que no buscaba apareció de la nada para gritarme que me equivocaba. En uno de esos interminables viajes en tren, en ese paisaje que se sucede por la ventanilla con más lentitud de la deseada, lo vi. Un campo abarrotado de amapolas. Y toda la maquinaria se puso en funcionamiento en mi cabeza.

Cuando terminé mis estudios y ya nada me ataba al asfalto ni a las manecillas aceleradas del reloj, arrojé mis nuevas ilusiones a una maleta y regresé al nido del que un día quise escapar.

Nuestras raíces son esos lazos que nos unen a los lugares donde somos felices, y a las personas que nos acompañan en el camino. Nos aferran a la historia que queremos contar y que cuenten de nosotros. Ahora que mis raíces están de nuevo hundidas en la tierra, aquel pequeño tallo ha encontrado el sustrato perfecto para florecer. Así, “Color Amapola” ha pasado de ser un interrogante para convertirse en una realidad.

Entre las cuatro paredes de mi pequeño taller, creo cofres del tesoro que conservarán las historias de quienes no quieren olvidar. Vidas enteras que merecen ser recordadas y contadas. Doy forma a álbumes que albergarán sonrisas capturadas al vuelo y miradas cómplices que siempre brillarán. Esos instantes felices que no volverán, pero que podrán sentirse en la yema de los dedos.

No estamos hechos de células sino de vivencias. Nuestra historia es lo que nos convierte en lo que somos. Es el legado que dejaremos cuando ya no caminemos por esta tierra. Ahora que ya conoces la mía, te pregunto: ¿Y si pudieras detener el tiempo y permanecer allí donde eres feliz?

¿Y si pudieras hacer de tu historia el tesoro más valioso que poseer?